Ainhoa Arteta: «Es imposible que España se rompa, nos necesitamos más de lo que creemos»

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La gran soprano vasca triunfa en la Royal Opera de Londres y defiende el potencial de nuestro país

La soprano Ainhoa Arteta, caracterizada como Alice Ford, el personaje femenino estelar de «Falstaff»
La soprano Ainhoa Arteta, caracterizada como Alice Ford, el personaje femenino estelar de «Falstaff» – CATHERINE-ASHMORE

Ainhoa Arteta Ibarrolaburu tiene 50 años bien sostenidos. Ha reinventado su voz, afianzado su vis actoral y conserva la guapura que siempre la ha distinguido («soy de 1964, que no sé por qué dio una curiosa cosecha»). Recorriendo los recovecos tipo «Titanic» de la Royal Opera House de Londres, el gran teatro del Covent Garden donde actúa estos días en el «Falstaff» de Verdi con críticas elogiosas de la picajosa prensa local, se muestra como una diva sonriente y campechana. Echando un café, la soprano guipuzcoana evoca los brillos y sinsabores, que también los hubo, de una carrera labrada a pulso desde abajo. Cuenta su crisis de voz a los 39 años, cuando vio peligrar su oficio, o sus inicios, haciéndose pasar por costurera sin serlo para sobrevivir en Nueva York. También habla de España, a la que ve con mucho más futuro y potencial del que le concede la ola de pesimismo en curso.

Arteta, con excelente remango cómico, encarna a Alice Ford, el personaje femenino estelar de «Falstaff». La ópera de Verdi se basa en «Las alegres comadres de Windsor», donde Shakespeare hizo reaparecer al tragón, vitalista y descacharrante Sir John para someterlo a un repaso tal vez doliente de más. «Me atrevo a decir que estamos haciendo un Falstaff legendario. Ambrogio Maestri es simplemente Falstaff». A Ainhoa le está gustando lo de hacer reír: «La gente no me conoce en el rol cómico y es lo que más me gusta. Me encanta hacer el gamberro y el tonto. Como casi todas las heroínas que me tocan se mueren, las matan o están atormentadas, cuando me toca un Falstaff es como si me tomase un sorbete de limón», comenta divertida con su metáfora.

-En esta ópera trabaja mucho…

-Uff, acabo cansada, no paramos, pero disfruto enormemente. Mi marido [el jinete Jesús Garmendia] vino al ensayo y me dijo: «Me he agotado solo viéndoos».

-¿Cree que Falstaff encaja en nuestro mundo tiquismiquis de hoy, tan políticamente correcto?

-Claro que sí. Para mí es la ópera más inteligente, la más sabia, por eso es también la última de Verdi. En su final deja la filosofía de que «todo en el mundo es burla». ¿Por qué preocuparnos tanto si al final medio mundo se ríe del otro medio mundo? Solo logras pensar así cuando ya tienes una cierta edad y no te importa lo que digan, sino solo lo que tú piensas y sientes. La vida al final te pone en tu sitio.

-Da la sensación de que vive un momento muy bueno, de que está disfrutando con su profesión. ¿Es así?

-Sí, ¡por fin! Cumplo 25 años de carrera desde la primera vez que subí a cantar una ópera. Lo hablaba esta mañana con Plácido [Domingo], que está haciendo estos días aquí su concurso de Operalia. Yo gané el primero, en 1993, en el Metropolitan de Nueva York. Cuanto más llevo en esto, más reconozco la gran frase que me dijo Alfredo Kraus: «A la voz hay que escucharla, nunca obligarla».

-Muy sabia.

-Sí, pero cuando me lo dijo yo era muy joven y no lo entendí, no le pillé la vuelta.

-Pero a usted le pasó como a Frank Sinatra, de repente tuvo que reinventar su modo de cantar tras una crisis.

-Totalmente, sí. Les ha pasado también a muchísimos colegas. La voz es el único instrumento vivo, y al principio habita en un cuerpo joven, sin experiencia y muy flexible, poderoso y osado. Te comes el mundo. Suples a la brava lo que estás haciendo mal. Pero cuando llegas a los 39 el músculo ya no trabaja igual, ya no permite licencias.

-¿Llegó a temer que era el fin?

-Sí, sí, desde luego. Esta carrera está hecha para los valientes. Y no solo por aquello. Cada función es un riesgo, siempre falla algo y hay que reaccionar. Pero bueno, como digo a mis colegas: «Vamos a relajarnos, que esto tampoco es una operación a corazón abierto».

-Su riesgo se llama abucheo, y está de moda…

-Y te vas triste a casa. Pero aquí no te mata un toro. Esta es una carrera larga, tienes que evolucionar con tu instrumento y escucharlo. Si lo escuchas y lo dejas libre te lleva a lugares que jamás habías pensado. Yo empecé como soprano lírico-ligera y nunca pensé que llegaría a estos roles de ahora. Es muy difícil, porque nosotros en realidad no nos oímos. Cantas más por sensaciones que por sonido. Importa mucho que des con un maestro de confianza, con el que te entiendas. Pero esas dificultades hacen que me apasione lo que hago, investigar, saber…

-Vista desde fuera, su profesión parece un privilegio.

-No cabe duda de que somos unos grandísimos afortunados. Trabajamos en algo que produce placer, que a veces hace que te sientas en comunión con el universo. Eso es una maravilla. Pero luego hay otro mundo, que a veces no es justo, por eso siempre digo que por algo existen los agentes y que bienvenidos sean. El cantante no debería entrar ahí. Esto al final también es un negocio y confieso que soy un cero a la izquierda haciendo negocios. Yo por mi cantaría gratis.

-¿Sigue habiendo mucha Castafiore de Tintín, mucha Gheorghiu, entre las sopranos o son ya de perfil más asequible?

-Hay de todo, como en la viña del señor. Como te pasará a ti en el periódico. Yo vengo de una familia muy normal. Tuve la suerte de tener una madre con los pies muy en la tierra, que me dio unos principios. Ella fue peluquera cuarenta años y yo lo fui con ella. En la peluquería aprendí muchas cosas de cómo es la gente, de la relación de los seres humanos. Yo no soy más que tú porque canto, ni tú más que yo porque escribes. Nadie es más que nadie.

-Los vascos son gente muy organizada y perseverante, y de las guipuzcoanas, conozco bien su tesón, llamémosle así, porque lo tengo en casa. ¿Usted encaja en ese perfil?

-A mi si me dicen «tú no vas a ser capaz de hacer eso»… ¡Uy! Entonces me vuelvo como la Armada Invencible. Soy muy tozuda, y eso me llevó al problema que tuve a los 39 años. Era muy de «tengo que cantar eso como sea» y lo pagué. Aunque me ha servido para aguantar luego muchos tirones, porque este oficio también tiene renuncias, como perder vida familiar. También siento que en estos últimos años al arte en nuestro país lo han machacado. Mucha gente buena que hemos formado se ha tenido que marchar. Confío en que las cosas cambien, porque soy de las que he cotizado y he creído que hay que pagar impuestos. Tal vez por lo que aprendí en mis 17 años en Estados Unidos, o porque soy vasca, tengo esa mentalidad nórdica de que hay que pagar a Hacienda para que el país camine y siga adelante. Me han ofrecido posibilidades de paraísos fiscales, pero jamás lo he aceptado.

-Me alegro, porque me cuesta sintonizar con el héroe deportivo español de turno que luego se escaquea en Andorra o Mónaco.

-Me pasa igual, lo paso fatal. Es una falta de respeto, compromiso y empatía. Yo soy parte de una sociedad, que además está colaborando para que yo cante. Hace un siglo, los cantantes de ópera eran lo que hoy son los futbolistas. Pero no te puede dar igual la sociedad, tú eres parte de ella. Por eso también me ofende cuando sectores de la política de mi país nos meten a todos en el mismo saco y hablan de «los artistas».

-¿Recado a Montoro?

-Yo tengo la conciencia muy tranquila. Pagar es simplemente mi deber, eso son becas, ayuda para los que vienen detrás. Hay que proteger lo que tenemos, algo que en los últimos años no se ha hecho. España, con Italia, es seguramente la primera potencia del mundo en patrimonio histórico y cultural.

-¿Lo aprovechamos bien?

-Creo que no lo estamos sabiendo hacer del todo bien. Si Alemania tuviese un cuarto de lo que tiene España, ¡madre del amor hermoso!

-Pero es que en España tal vez falta autoestima, y cada vez más.

-Y eso que estamos hablando de un país que ha sido el Imperio donde no se ponía el sol. Y lo dice una vasca que no tiene ocho apellidos vascos, tengo 32. Lo miré cuando la famosa película y dije, vaya, yo vengo de la caverna [se ríe]. Una cosa sí hemos hecho bien, y fue la Transición, de la que yo soy hija, aunque me tuve que marchar a estudiar fuera, porque el país estaba evolucionando. Entonces se invirtió muchísimo dinero en limpiar la cara a todo el patrimonio histórico nacional. Vas a cualquier sitio de España, Ávila, Segovia, está impecable, impoluto. Alucinas. ¿Cómo no hemos explotado eso con más turismo cultural con mayúsculas, que es el que de verdad deja dinero? Tenemos además playa, buen tiempo, la mejor gastronomía, monumentos, teatros, artistas… Ese es el petróleo que no tenemos. Pongámonos las pilas, señores. Por eso no entendía lo de gravar la cultura con un 21%. ¿Estamos locos? Si es algo que verdaderamente puede ser una grandísima fuente de ingresos del país.

-¿Se siente querida en España?

-Mucho, me siento queridísima. No me puedo quejar para nada. Me tuve que marchar a estudiar a Italia y a Estados Unidos, pero por las circunstancias del momento. Sin embargo a la vuelta es verdad que viví dos Españas. Una era la del público, que me adoró y me quiso, porque me he recorrido el país de cabo a rabo en recitales. Pero había otra, que es la de los agentes que monopolizan los grandes teatros. Tuve suerte de que teatros como Coruña, Bilbao o Las Palmas no estaban hegemonizados por ciertos agentes con lo que yo no trabajaba. Todavía hoy si no estás con determinado agente no entras en determinado teatro. Estuve 20 años sin cantar en el Real.

-Lo recuerdo, tuve la suerte de ver aquel Cyrano.

-Con Plácido, sí, aquello fue apoteósico. Gracias a Dios los colegas españoles, los cantantes, nos llevamos muy bien, tenemos buen rollo. Más tarde o más temprano la tormenta nos llega un poco a todos y estamos unidos. En España no se defiende al cantante español. Aquí el cantante inglés, por ejemplo, está muy protegido, y me parece fenomenal, y en América. Y en Francia, uff, imagínate…

-He oído alguna vez a algún amigo decir como crítica de una ópera «bah, eran todos españoles».

-Nooo. ¡Pero si tenemos cantantes buenísimos! Es una pena que en España el que viene de fuera parece más. Yo no quito mérito al de fuera, porque este es un mercado internacional con figuras buenísimas. Pero nosotros estamos cantando con éxito por todo el mundo. No desdeñemos a los nuestros, que además son los que cotizan en nuestro país y ayudan a pagar el cotarro. Debería haber un poquito de protección.

-¿Cómo lleva ser un personaje que asoma en el «Hola!», que aparece en el mundillo del glamour rosa?

-Eso es una parte de nuestro país, está ahí. A mucha gente le gusta leer esas cosas, saber si me he puesto un bañador negro o no, aunque a mí me parezca banal. Pero siempre me he sentido respetada, porque he tenido muy claro que jamás iba a negociar, mercadear o vender mi vida. Creo que las noticias que salgan de mí en esas revistas ya revierten en mi carrera de un modo económico sin que tenga que cobrar por salir. Yo no quiero cobrar. A cambio, tengo mi libertad y su respeto. Es su trabajo. El mío es cantar. Pero yo también tengo tías, primas, a las que les gusta leer esas cosas.

-¿Sus padres viven?

-Mi padre sí, pero mi madre murió hace años. Se fue justo cuando yo empecé a levantar cabeza, en lo mejor. Me da mucha pena. Soy una persona creyente, pienso que no nos morimos, que nos transformamos. En cierto modo la siento, incluso más que antes, porque cada vez que salgo al escenario siempre digo: «Venga, amá, vamos, nos toca salir». Con ella tengo como un motor doble.

-¿Curraron mucho sus padres para sacarla adelante como artista allá en Tolosa?

-Muchísimo. En aquel momento, aquello de «la niña quiere cantar ópera» resultaba… Menos mal que mi padre era muy melómano, yo le llamo musicohólico. Se trataba de una familia muy humilde, una peluquera y un profesor de música de la escuela pública. Entonces no había becas y un amigo personal de mi familia me ayudó con un dinero que me dio para empezar e ir a Italia, donde aparte de cantar trabajaba, cuidando niños y limpiando casas. En Estados Unidos, la beca que conseguí me daba justo para pagar el convento donde dormía y un dólar al día para el resto.

-Quién la vería en el convento…

-Estuve allí seis meses. Luego conseguí un trabajo, cuidando a la hija de mi profesor. Sin saber inglés me presenté también a un concurso para una beca de tres años. Había tres mil aspirantes y lo gané.

-Pensaba que su carrera había sido más fácil.

-No. He trabajado muchísimo. Sin saber coser he cosido para unas judías que vendían sus moños a una gran tienda de Nueva York. Había que coserlos a máquina. Sin hablar inglés, les di a entender que yo había cosido en España, pero que allá las máquinas eran más antiguas y que me explicasen un poco las suyas. En cinco minutos tuve que aprender. No he sudado más en mi vida. Entiendo muy bien la vida del emigrante, porque yo me he ido a Nueva York sin papeles ni billete de vuelta. Fui una ilegal.

-¿Qué lugar considera hoy su casa?

-San Sebastián, donde tengo a mi marido y mis hijos, la casa que compré hace unos años.

-¿Qué le debe a Plácido Domingo?

-No lo había visto desde aquel «Cyrano», pero es… no sé… Igual que hubo un antes y un después de María Callas, lo hay después de Plácido. No existe otro cantante de ópera que se haya comprometido y ayudado tanto a los jóvenes cantantes.

-Mucho antes de los Nadales y Fernandos Alonsos, él ya ejercía una embajada extraordinaria, creyó siempre en nuestro país y lo defendió.

-Totalmente. Nunca he entendido además por qué España tiene que tener la autoestima baja. No hemos abierto los ojos para ver lo que tenemos, o tal vez somos unos ignorantes de la historia de nuestro país. Siempre ha habido algún español destacado, en la política, el deporte, la cultura… toda la vida ha sido así, no solo ahora. España ha dado grandísimas figuras. Hay que ir con la cabeza alta. Aún van a decir que soy de ultraderecha. Para nada, pero soy española, soy vasca, y me siento completamente orgullosa de todo el potencial que tenemos como país.

-¿Es optimista sobre España? ¿Cree que puede romperse?

-Es imposible. Nos necesitamos más de lo que creemos. Cuando ves «Ocho apellidos vascos», por ejemplo, te ríes, pero ves también que tenemos tantísimas cosas en común… El país lo hemos hecho entre todos, no solo unos. Estamos mezclados y aún deberíamos estarlo todavía más. Yo soy muy pro mestizaje, hasta soy la primera de mi familia que lo he practicado, tengo una hija americana [de su primer matrimonio con un cantante estadounidense]. No es una cuestión de España, vascos o catalanes. Es una cuestión del ser humano.

-¿Es de las que quiere morir en el escenario?

-Eso no, pero sé que moriré cantando, como vi morir en el hospital a Victoria de los Ángeles, que se fue cantando “Mi chiamo Mimi”. Mi último aliento será también así. Mi ambición o proyecto sería crear en el futuro una buena escuela de alto rendimiento, sacar talento para nuestro país. Pero faltan unos añitos. Por ahora aún tengo que cantar y no es compatible.

-Una curiosidad: ¿el día que tiene una actuación habla, se toma un vino?

-No. Por ejemplo, si en vez de mañana cantase hoy no te podría dar esta entrevista. Hay que cuidarse mucho.

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